Relatos de Carolina Diez escritos entre 2002 y 2006 bajo el seudónimo de Andrómeda.
La alfombra
Recuerdo que salí corriendo del lugar. Me sentía libre, como en un sueño, todo era etéreo, mi felicidad completa y totalmente artificial. Sé que corrí por algunas cuadras. Iba a verla, quería ver por un momento, por fugaz que fuera, sus ojos verdes...
No salgo de mi asombro mientras converso con el único sobreviviente de la masacre. Había transcurrido cierto tiempo pero los malos recuerdos perduran, así lo demuestran esos ojos opacados por la muerte. El último rastro de la -¿pequeña?- fracción de humanidad víctima del virus L que asoló la zona litoral una década atrás. Él es Eduardo, o lo fue alguna vez...
Me tiraron a mí y a unas cuantas más al suelo que olía a humedad y abandono. Pude oír una puerta metálica cerrarse y noté que mis muñecas se habían liberado. Al quitarme la tela húmeda que me cegaba, descubrí que estábamos dentro de un calabozo de grandes dimensiones y frente a mí se levantaban unas rejas oxidadas. Miré alrededor: había por lo menos cinco mujeres más adentro, conmigo...
Formaba parte de la Sociedad hacía muy poco tiempo. Admito que no comprendía del todo las ideas de la organización pero la ferviente atracción y una vehemente curiosidad me mantuvieron en mi silla durante los tres meses en los que acudí a las reuniones. Ojalá hubiesen sido menos. Uno no conoce las estrategias que tiene el porvenir para decirnos ciertas cosas, una es humana...
Cada día, Fu-manchú se levanta de la cama, atraviesa la puerta entornada cual desgarbado autómata y aterriza en el baño -a cincuenta metros de distancia- silbando la misma melodía fluctuante....
Cada día pienso en ella. Lo que mejor recuerdo son las charlas en el baño. Creo que una de las cosas que más le gustaba era entrar cuando yo estaba tras la cortina, se sentaba en un rincón y hablaba de cualquier cosa, desde lo más intrascendente que podía llegar a concebir su mente, hasta una reflexión intrincada de carácter demasiado complejo como para compartirla en un lugar apenas menos íntimo que ese. Era uno de los mejores momentos del día...
Todos corrían, los veía a través de la ventana. No podía saber perfectamente si era la realidad o era solo lo que mis ojos veían, hace tiempo que no reconozco del todo lo que pasa alrededor. Pero esa avalancha de niños me alarmó. Alguien tocó el timbre y yo no supe qué hacer. Tenía en claro que si abría esa puerta todo sería diferente de un momento a otro...
Aún puedo verlo en las neblinas de mi memoria. Su sonrisa estampada sobre el rostro embarrado, como la eterna mancha de la alegría, esa alegría tan suya. Después cae, cae con el gesto comprimido, con los ojos fijos en los míos. Cae al suelo con dos balas en su cuerpo. La escopeta resbala de sus manos, su casco había volado con el primer disparo y yacía lejos, en el pasto reseco. Me mira y cae....