Cada día pienso en ella. Lo que mejor recuerdo son las charlas en el baño. Creo que una de las cosas que más le gustaba era entrar cuando yo estaba tras la cortina, se sentaba en un rincón y hablaba de cualquier cosa, desde lo más intrascendente que podía llegar a concebir su mente, hasta una reflexión intrincada de carácter demasiado complejo como para compartirla en un lugar apenas menos íntimo que ese. Era uno de los mejores momentos del día y debo confesar que demoraba mucho a propósito, para que no se terminara nunca su voz. A veces, se quedaba incluso mientras me secaba el pelo, pensando silenciosa en lo que me estaba compartiendo, o me narraba desde la ventana abierta las vicisitudes climáticas mientras me vestía para irme a trabajar. Fue la primera mujer con la que dormí. Y la última.
Cuando la conocí estaba planeando un futuro con mi novio de entonces. Era una buena relación, pero el tiempo arrasa con la belleza del mundo y yo siempre fui inconformista e inconstante. Ella lo sabía, por eso esperó tanto tiempo.
A los dos años de la primera vez que intercambiamos palabras, mi situación era, tal vez, la que ella habría previsto: estaba sola y la depresión me agobiaba. Ella entró, como lo hacía siempre, por la ventana del patio, de la misma forma en que yo lo hacía cuando era una niña, a pesar de los retos de mi madre, y me contó que estaba a punto de irse a Europa. Unos días después estábamos viviendo juntas. Convivimos ocho meses, pero hoy me parece que toda mi vida real se reduce a ese período de tiempo. Salíamos bastante, a veces a los lugares heterosexuales, donde me fascinaba reírme de los que se acercaban con intenciones obscenas. La abrazaba por la cintura y nos besábamos largamente mientras el mundo nos observaba en silencio y algunos tipos se reían en su excitación. A nosotras ellos nos daban risa. Nunca permanecíamos más de dos horas porque el desprecio que Alicia experimentaba hacia el resto de la gente, sobre todo hacia los hombres (motivo de críticas y graciosas conversaciones), era inmenso y, por momentos, hasta exagerado.
Entonces volvíamos a casa y nuestro mundo volvía a nacer. Hablábamos, reíamos y nos abrazábamos hasta dormirnos al fin. Todo era perfecto. Todo fue perfecto.
El día que las cosas cambiaron o, más bien, el día que me di cuenta de que las cosas cambiaron fue, precisamente, en una de esas charlas del baño. Yo estaba detrás de la cortina cuando escuché su pregunta:
- ¿Desde cuándo te gustan las mujeres?
Directa. Su tono era sombrío. Me quedé unos segundos en silencio porque su voz me asustó. Al fin, dije divertida:
- No me gustan las mujeres, me gusta Alicia. ¿La conocés?
- ¿Y por qué te gusto?- el tono sombrío permanecía. Sin embargo, parecía más bien una chiquilla curiosa que indagaba a su madre, sobre un asunto que no estaba muy segura si le gustaría conocer.
- No sé. Por tu inteligencia. Me divierte escucharte y saber qué pensás. Me gusta tu forma de ver la vida, me inspirás. En fin, un montón de cosas-. Yo reía, sin saber porqué, intentaba restarle importancia al tema.
- ¿Y eso es amor, Clara? ¿Gustarse?- El silencio fue absoluto, intimidante, me sentí muy pequeña y sin saber qué responder. Nunca me había planteado ese tipo de cuestiones. Era una de las cosas que más quería de ella: su falta de exigencias, su falta de interrogantes para conmigo. Mientras retorcía impaciente el jabón, comencé a hablar:
- Eso creo, ¿no? Me gustan muchas cosas de vos. Me parece que es eso: que alguien te guste tanto como para desear estar lo más cerca suyo posible, para disfrutar compartiendo la efímera y esporádica felicidad. Eso se adapta bastante a la imagen que yo tengo del amor.- Las palabras dejaron un gusto amargo en mi boca. Y no bastaron, yo lo sabía y el silencio que se prolongó tras ellas me lo confirmó.
- Supongo que así es- dijo secamente al fin. Sentí la puerta que se abría y su voz que me decía que iba a preparar café.
Para ese entonces, hacía más de seis meses que vivíamos en la misma casa. Mi padre me había alquilado un departamento apenas me separé porque prefería tenerme lejos y con la boca cerrada que interfiriendo en su indecente vida personal de viudo alocado. Yo la llevé conmigo porque la soledad era triste y su compañía me hacía bien. Era una gran amiga, la mejor. Delante de ella nunca me había sentido extraña, ni había sentido vergüenza, era como una parte de mí misma. Era perfecto, por lo menos para mí, por lo menos en ese momento: nunca se sabía cuánto podían durar mis estados, y ella sabía eso mejor que yo.
- Pensar que podrías estar con cualquier persona que desearas...-. Comenzó a hablar mirando el techo, recostada sobre la cama, fumando un cigarrillo. Había empezado a fumar hacía poco tiempo. Cuando la conocí, no lo hacía. Empezó como una broma, cuando salíamos fumábamos, tabaco y marihuana, tomábamos también, a veces, bebidas blancas. Debo decir que la pervertí bastante en ese sentido. En definitiva, a esa altura, ya fumaba constantemente y yo casi no me había percatado de ello.
- Podrías estar con quien quisieras, hombre, mujer. Tu hermosura te lo permite todo.
Yo reí. Estaba vistiéndome para ir a la editorial. Había conseguido, por ese entonces, un pequeño trabajo en una revista de la ciudad, no era muy importante, pero tenía una columna semanal para mí y la remota pero existente posibilidad de ascender a algo más. Un amigo de mi padre me había conseguido el puesto, favor que alguna vez osó cobrarme y, esa misma vez, tuve que pagarle, con todo el asco que me producía el sometimiento de los derechos que ejercía el patriarcado capital y sexual. Alicia sospechaba una fantasiosa continuidad que, suponía, yo mantenía en secreto. Entre otras cosas.
- Si es por eso, vos ya estuviste con otras mujeres y podrías estarlo ahora mismo. Pero estás conmigo y eso me alegra. Podrías pensar que hoy estoy con vos y que es eso lo que quiero.
- Hoy... el siempre doloroso circunstancial de tus palabras.
Palabras. Siempre se trataba de las palabras. Con Alicia era así, deformaba, deshacía, desmembraba las palabras hasta darle la forma que ella quería. Y esa forma siempre era nefasta. Yo ya estaba acostumbrada, pero nunca había actuado tan obstinada como en aquel tiempo, tan –no se me ocurre otra palabra- enferma. En cuanto a mí, prolongaba la risa que sinceramente brotaba y la besaba con calma. Eso bastaba para que se templara un rato y me sonriera al irme. Por la noche, la historia se repetía.
La verdad es que no había pensado en dejarla. Por lo menos, no todavía. Amaba su compañía, amaba estar con ella, incluso mientras estaba con ánimos de discutir y dar vuelta todo lo que yo decía para crear un drama. Aún hoy no podría precisar qué era lo que tenía que me hacía amarla, pero sentía algo inmenso y bello en la extravagancia de ese sentimiento. No había ninguna otra mujer que me interesara, ni la hubo nunca. Los hombres, fueron y vinieron durante largos años, también después de Alicia. Pero nada de eso pudo ser lo mismo. Ella me colmaba, con ella todo tenía un sabor diferente, todo era exquisito. Hasta que lo olvidó.
Una tarde, volví de la editorial y estaba completamente drogada. Reía como una loca y sus ojos despedían lágrimas tempestuosas. Estaba sentada en el suelo y me miraba con un cigarrillo entre los labios y los ojos iracundos. Me había retrasado una hora y media. Había ido con un compañero, que acababa de ser abandonado por su ingrata ex futura esposa, a tomar un café, un asunto nada relevante. Hasta resultó una salida aburrida sobre la cual pensaba que nos reiríamos un buen rato juntas, pero ella tenía otra idea en mente. Miró el reloj en la pared y sacudió la cabeza. En la cocina, todo estaba mugriento: platos sucios en todas partes y restos de comida esparcidos por el piso. Cuando acabó de reírse, como burlándose de mi gesto de sorpresa, me dijo abatida: “Cada vez estoy más gorda y horrible”. Aspiró el cigarrillo furiosamente y siguió riendo. Arrojé al suelo la cartera y el abrigo, me acerqué a ella, no sin cierto temor (siempre me asustaba un poco verla en esas circunstancias), y me senté a su lado. Le quité el cigarrillo de la boca y lo fumé en silencio. Luego, mirando la pared del otro lado, donde colgaba uno de sus últimos cuadros (que databa ya de tres meses), le hablé con la mayor templanza de la que fui capaz:
- Es increíble que tengas tanta belleza en tu interior y sigas esforzándote por destruirla. Si tan solo entendieras cuánto te quiero todo sería mucho más fácil para las dos.
Me miró con ojos rojos, ya no había rastros de ira pero las lágrimas seguían asomando:
- ¿Hasta cuándo será eso?
Suspiré, desvié la mirada al suelo y no la abracé, como tenía pensado hacerlo, simplemente me levanté y entré en el baño, esperanzada; pensando que me seguiría con una de esas charlas que nunca volvieron. Sigo pensando que en ese momento cometí el peor error de mi vida: subestimé su tristeza.
Esa noche la besé hasta que se tranquilizó. Era todo lo que podía hacer. Podía amarla y disfrutarla. Pero, simplemente, no podía decirle hasta cuándo sería así, eso era lo único que ella quería, y que la respuesta fuera mentira. Siempre se trata de eso. Y el siempre no existe, pero no podía decirle eso. No a Alicia.
Al día siguiente, preparé el desayuno y, mientras tomábamos el café, le pregunté por qué no estaba pintando. Tenía ganas de que lo hiciera, era una de las cosas que mejor hacía; su arte era su magia, su semblante mientras pintaba era magia. Ella me sonrío y me dijo que no podía. Me di cuenta que lo decía en serio.
Hoy pienso en eso y creo que, en el fondo, lo que trató de hacer fue ayudarme, una especie de favor morboso y rebuscado, como era ella. Quizá trató de hacerme las cosas más fáciles (desde su punto de vista, por supuesto). Prefirió tomar ese camino aún antes de que no le quedara alternativa. En el fondo, lo hizo por mí. Si he de ser sincera, sabía que no duraría demasiado y, de todos modos, sentía que nos quedaba tanto tiempo para compartir. Pero ella estaba en la vida para eternizarse -aún a costa del dolor- y siempre había sido precavida. Yo, en cambio, no estaba preparada para algo así. Sé que trató de advertirme, pero a veces puedo ser muy ciega, sobre todo cuando hay cosas que prefiero no ver, como todo el mundo.
Nunca imaginé que me encontraría con esa escena el primer día de nuestra primer primavera. El día anterior había estado bastante bien, el mejor de los últimos meses, y quizá de toda la relación. Domingo, un domingo tranquilo y nublado. Habíamos estado caminando por la ciudad abrazadas, sin perturbarnos por nada. Volvimos a casa, Alicia preparó dos tazas de chocolate caliente y miramos una película, una muy mala que nos hizo reír a carcajadas. Nos bañamos juntas y cenamos con velas. Pensé que las cosas estaban mejor. Sobre todo después de la conversación del día anterior, que había sido por de más de preocupante:
- Algunos no estamos preparados para disfrutar de la vida. Para algunos, todo tiene un lado oscuro, todo tiene un lado sumamente negro que tiene protagonismo absoluto. Mientras más tiempo, más negro y vasto se vuelve-, su tono era casi risueño.
- Solo hay que querer ver la luz que se filtra en la oscuridad, Alicia, es tan simple como eso.
- No tiene nada de simple, por lo menos para mí. Yo sé que sin vos mi vida ya no es nada, absolutamente nada, igual que antes de conocerte, pero ya estoy vieja para soportar sentirme así de nuevo. El mundo es un lugar espantoso, lleno de maldad, lo supe siempre, el único detalle, la única objeción a esa verdad sos vos.
- La capacidad de exageración que tenés siempre me fascinó, pero ya me resulta preocupante. No te entiendo esa necesidad de querer llegar más rápido que el tiempo a todos lados, esa resistencia a disfrutar del momento. No entiendo cómo mi presencia no te basta para estar bien si es cierto que todo se trata de amor. Por momentos, no te entiendo en lo más mínimo.
- Es mejor así... ¿Te falta mucho? Voy a preparar café.
- Ya salgo.
Fue la última charla que tuvimos mientras me bañaba. Hoy su recuerdo me deja una sensación de vacío y arrepentimiento inmensa. Hoy pagaría con mi vida para volver a ese momento.
Cuando entré en el departamento, la oscuridad era casi absoluta. Encendí las luces y lo primero que vi me pareció una maravilla: había estado pintando. Me pintó a mí, aunque el rostro que vi dibujado era de una hermosura de la que yo carezco indiscutiblemente. El rostro que vi estaba pintado con amor. La llamé alegremente para abrazarla, para decirle que la amaba y que el cuándo se extendía hasta el infinito, que su magia me había mostrado todo lo que necesitaba ver, que podíamos salir a caminar, buscar un gatito para criar juntas, y tomar un helado mirando la luna. Todo lo que quisiera. Casi corriendo, me dirigí a la habitación pero no la encontré. La luz que se filtraba por los bordes de la puerta del baño me hizo estremecer. La abrí con el corazón latiendo impetuoso y allí estaba Alicia, con su cuerpo desnudo sumergido en el agua enrojecida por la sangre que despedían sus venas. Allí estaba, inerte y silenciada para siempre, facilitándome el abandono, dejándome seguir con mi vida sola. Intentando hacerme sentir menos desdichada, menos infeliz y culpable de lo que iba a sentirme más tarde, al dejarla. Pero, a pesar de sus buenas intenciones, no lo logró, la dulce Alicia. Cada noche la lloro y me odio. Mientras me baño, dialogo con su cuerpo marchito que me ama desde el más allá, esforzándome por no decirle que el mundo era un lugar más hermoso antes de que se fuera, y la beso, en los labios, siempre.