Desde los cuatro leí todo lo que se cruzaba adelante. Había algo en las letras, en esos mensajes que captaba toda mi dispersa atención. Las góndolas del súper, las etiquetas de los productos domésticos, alimentos, shampoo, lavandina. La guía de teléfonos de Rosario, con miles de nombres y direcciones y páginas completas del mismo apellido. Leía los diarios, sin entenderlos, como aún hoy me sucede, que entraban debajo de la puerta, los folletos, las publicidades; leí sentada y quieta el Atlas de mi abuelo hasta que por fin fui lo suficientemente fuerte como para alzarlo y poder leerlo bajo la luz del sol. Leí Stephen King una y otra vez de la biblioteca de mi mamá hasta que pude aprender a seguir una historia. Leí lo que vendían en el Círculo de lectores para infantes de mi edad y para los adultos de la casa. Leí los subtítulos de las películas vhs que miraban de noche, las publicidades de los colectivos que pasaban por la vereda, las boletas que llegaban. Los libros que sacaba de la biblioteca de la primaria y los que leía en el recreo, los de la escuela secundaria y los que me prestaban mis amigos y, a veces, los padres de mis amigos y, a veces, los vecinos; libros que me devoraba para devolver a la semana y pedir otro. Leí con el mismo fervor que aún hoy, a veces, cuando el fervor me llega, leo.
Mi abuelo me decía que era importante leer para conocer la verdad. Decía también que había más verdad en los libros que en la hipocresía de la gente. Pero yo pensaba, además, que los libros estaban hechos por gente. Yo leía. Sin darme cuenta, empecé a escribir. A escribir en diarios íntimos, como a toda niña le corresponde, escribir en la escuela, escribir en casa, en el patio, en la cama.
En libretas, libretitas, papeles de carta coleccionables que a veces se convertían en cartas que llegaban a destinatarios no tan platónicos. Empecé a escribir las canciones que me gustaban para no olvidarlas, empecé a inventar otras, muy malas, mientras intentaba recordar las anteriores. A copiar frases de por ahí y regalarlas, a escribir frases más largas y decorarlas y venderlas a 25 centavos en el aula de tercer grado. Después, sin darme cuenta, empecé a escribir historias. Historias que veía, que no había vivido pero vivía si quería, historias que se forjaban con historias que escuchaba de otros y las que imaginaba, empecé a sentir la existencia que habilitan las palabras, la fuerza discursiva de un pensamiento que se expresa y se exterioriza y se expande. Empecé a escribir. El cuento más largo de aquellos años fue entre los 12 y los 13, pasando de 7mo a 8vo, nos había tocado eso que llamaron EGB y todo ese cambio que nos desordenó bastante. Hablo de las palabras y yo. La novelita iba de una nena que cambiaban de ciudad y no se sentía bien en su nuevo hábitat. De a poco, la historia mostraba que tampoco lo había hecho antes. Hasta que encuentra un maestro, el único problema es que ella ya lo ama. Era una historia bastante mala, con exceso de romance e idealismo y muerte. Pero fue el primer cuento largo que escribí a mano, luego tipeé en una compu prestada y luego imprimí para regalar a mis amigas.
Lo que duró la secundaria me mudé al menos ocho veces. Seguí escribiendo. A mano; en la máquina de escribir que me dejó el abuelo; en las compus prestadas; en la propia, mucho más tarde, siendo mayor de edad, pudiendo acceder a una bastante usada pero útil; y en los cuadernos, siempre. Cada historia me hacía buscar explicaciones a algo que sabía estaba pasando: ¿Por qué ese personaje moría? ¿Cómo se explica que se sienta desorientado? ¿Por qué hizo cosas malas o buenas? Nunca pude parar de escribir. A veces las historias mutaban, daban un vuelco que yo no buscaba (más tarde la teoría me enseñó que eso era lo mejor que podía suceder en una historia), se truncaban, se helaban por un tiempo y luego revivían, como Disney. Al comenzar Letras, carrera con la que aún tenemos algunas cuentas pendientes en marcha, algunos textos de esa década seguían ahí, con un punto, con no más de diez lectores ocasionales, según saliera o no con alguna copia impresa a la calle. Y los revolví.
Los relatos que quedaron en esta selección son los que fueron filtrándose por la palabra de esa que fui y la que aún no llegué a ser, pero son. Entendí, un día, a punto de tirarlos todos a una insensible papelera, que esas historias no me pertenecen, nunca han sido mías, y corresponde que sus destinos se alejen de mí, que sus sentidos (o falta de ellos) se expresen más allá de mis ojos, que las muestre para poder seguir escribiendo hoy las que vinieron después y, por alguna protesta tácita que no reconozco de las palabras, aún no pude terminar. Como la que hoy escribe en mí no es aquella, me resultan relatos casi ajenos, algunos empezados a los 16 años, otros escritos de uno, dos o tres tirones. Ninguno tiene menos de diez años. Todos tienen fecha de nacimiento, terminan con un Kaput y los firma una tal Andrómeda (la que sentía ser la que escribía en mí por aquel entonces).
Cuando surgió la idea de publicarlos yo estaba obsesionada con una novela inconclusa que aún permanece igual. Una amiga me dijo que una buena forma de destrabar eso podía ser soltar los que ya estaban. Estos eran demasiado extensos para colgar online, la gente no lee tanto en la compu, me dijo. Y pensé, otra vez, en los libros de mi infancia. Los objetos que más atención me despertaban. Los de la adolescencia, los de la primera juventud, los que no había llegado a leer y solo miré por encima. Los que releí. Los que intenté -ridículo afán- interpretar para alguna materia. Pensé en el ego de poner en la historia de un árbol estas historias y multiplicarlas gracias a los árboles. Pensé en la edad, en el tiempo que había pasado, en los lugares comunes de mi escritura, en el género, en que la mayoría de mis escritos está teñida de cuestiones que siempre me han trascendido y he contemplado, buscando esa verdad que los libros me habilitan a cuentagotas, y las personas, y la realidad. Y pensé en las imágenes, en los dibujos que hacía antes, cuando recién empezaba a escribir y a veces aparecía primero el dibujo y adentro un fragmento de historia. Pensé en que habría personas que podían leer ahí una imagen y reproducirla y para mí cobraría real sentido el deseo mismo de la publicación, de exteriorización, de minúscula trascendencia.
En 2016 esto se iba a llamar Parto. Ocho relatos de una década atrás, nueve ilustraciones, diez artistas mujeres y más de 20.000 palabras. Diez artistas pusieron su arte (con todo lo que ello conlleva) en estas historias. Diez mujeres admirables y llenas de amor me regalaron sus dibujos, sus bocetos, su tiempo de lectura y creación, para cada historia, para cada título. No me alcanzan las palabras para agradecerles.
Hoy, espera ver la luz con esta posibilidad, así como la niña que fui abría páginas para hallarla.
Carolina Diez
Mi abuelo me decía que era importante leer para conocer la verdad. Decía también que había más verdad en los libros que en la hipocresía de la gente. Pero yo pensaba, además, que los libros estaban hechos por gente. Yo leía. Sin darme cuenta, empecé a escribir. A escribir en diarios íntimos, como a toda niña le corresponde, escribir en la escuela, escribir en casa, en el patio, en la cama.
En libretas, libretitas, papeles de carta coleccionables que a veces se convertían en cartas que llegaban a destinatarios no tan platónicos. Empecé a escribir las canciones que me gustaban para no olvidarlas, empecé a inventar otras, muy malas, mientras intentaba recordar las anteriores. A copiar frases de por ahí y regalarlas, a escribir frases más largas y decorarlas y venderlas a 25 centavos en el aula de tercer grado. Después, sin darme cuenta, empecé a escribir historias. Historias que veía, que no había vivido pero vivía si quería, historias que se forjaban con historias que escuchaba de otros y las que imaginaba, empecé a sentir la existencia que habilitan las palabras, la fuerza discursiva de un pensamiento que se expresa y se exterioriza y se expande. Empecé a escribir. El cuento más largo de aquellos años fue entre los 12 y los 13, pasando de 7mo a 8vo, nos había tocado eso que llamaron EGB y todo ese cambio que nos desordenó bastante. Hablo de las palabras y yo. La novelita iba de una nena que cambiaban de ciudad y no se sentía bien en su nuevo hábitat. De a poco, la historia mostraba que tampoco lo había hecho antes. Hasta que encuentra un maestro, el único problema es que ella ya lo ama. Era una historia bastante mala, con exceso de romance e idealismo y muerte. Pero fue el primer cuento largo que escribí a mano, luego tipeé en una compu prestada y luego imprimí para regalar a mis amigas.
Lo que duró la secundaria me mudé al menos ocho veces. Seguí escribiendo. A mano; en la máquina de escribir que me dejó el abuelo; en las compus prestadas; en la propia, mucho más tarde, siendo mayor de edad, pudiendo acceder a una bastante usada pero útil; y en los cuadernos, siempre. Cada historia me hacía buscar explicaciones a algo que sabía estaba pasando: ¿Por qué ese personaje moría? ¿Cómo se explica que se sienta desorientado? ¿Por qué hizo cosas malas o buenas? Nunca pude parar de escribir. A veces las historias mutaban, daban un vuelco que yo no buscaba (más tarde la teoría me enseñó que eso era lo mejor que podía suceder en una historia), se truncaban, se helaban por un tiempo y luego revivían, como Disney. Al comenzar Letras, carrera con la que aún tenemos algunas cuentas pendientes en marcha, algunos textos de esa década seguían ahí, con un punto, con no más de diez lectores ocasionales, según saliera o no con alguna copia impresa a la calle. Y los revolví.
Los relatos que quedaron en esta selección son los que fueron filtrándose por la palabra de esa que fui y la que aún no llegué a ser, pero son. Entendí, un día, a punto de tirarlos todos a una insensible papelera, que esas historias no me pertenecen, nunca han sido mías, y corresponde que sus destinos se alejen de mí, que sus sentidos (o falta de ellos) se expresen más allá de mis ojos, que las muestre para poder seguir escribiendo hoy las que vinieron después y, por alguna protesta tácita que no reconozco de las palabras, aún no pude terminar. Como la que hoy escribe en mí no es aquella, me resultan relatos casi ajenos, algunos empezados a los 16 años, otros escritos de uno, dos o tres tirones. Ninguno tiene menos de diez años. Todos tienen fecha de nacimiento, terminan con un Kaput y los firma una tal Andrómeda (la que sentía ser la que escribía en mí por aquel entonces).
Cuando surgió la idea de publicarlos yo estaba obsesionada con una novela inconclusa que aún permanece igual. Una amiga me dijo que una buena forma de destrabar eso podía ser soltar los que ya estaban. Estos eran demasiado extensos para colgar online, la gente no lee tanto en la compu, me dijo. Y pensé, otra vez, en los libros de mi infancia. Los objetos que más atención me despertaban. Los de la adolescencia, los de la primera juventud, los que no había llegado a leer y solo miré por encima. Los que releí. Los que intenté -ridículo afán- interpretar para alguna materia. Pensé en el ego de poner en la historia de un árbol estas historias y multiplicarlas gracias a los árboles. Pensé en la edad, en el tiempo que había pasado, en los lugares comunes de mi escritura, en el género, en que la mayoría de mis escritos está teñida de cuestiones que siempre me han trascendido y he contemplado, buscando esa verdad que los libros me habilitan a cuentagotas, y las personas, y la realidad. Y pensé en las imágenes, en los dibujos que hacía antes, cuando recién empezaba a escribir y a veces aparecía primero el dibujo y adentro un fragmento de historia. Pensé en que habría personas que podían leer ahí una imagen y reproducirla y para mí cobraría real sentido el deseo mismo de la publicación, de exteriorización, de minúscula trascendencia.
En 2016 esto se iba a llamar Parto. Ocho relatos de una década atrás, nueve ilustraciones, diez artistas mujeres y más de 20.000 palabras. Diez artistas pusieron su arte (con todo lo que ello conlleva) en estas historias. Diez mujeres admirables y llenas de amor me regalaron sus dibujos, sus bocetos, su tiempo de lectura y creación, para cada historia, para cada título. No me alcanzan las palabras para agradecerles.
Hoy, espera ver la luz con esta posibilidad, así como la niña que fui abría páginas para hallarla.
Carolina Diez